Málaga: las plazas que no fueron
Calle Larios
Resulta reveladora la manera en que todo se complica cuando se trata de ofrecer a los ciudadanos espacios públicos en los que quedarse sin necesidad de pagar ni de consumir nada
Málaga, ciudad nómada (digital)
Málaga: por un año de resistencia
Ya no engaña uno a nadie a estas alturas cuando digo que uno de mis lugares favoritos de Málaga, desde niño, es la plaza de la iglesia de la Victoria (o plaza de Alfonso XII si prefieren ajustarse a la nomenclatura rigurosa del callejero). Y lo es, entre otros motivos, porque mi padre nació cerca y le gustaba venir de vez en cuando, supongo que con la intención de reconciliarse con su origen; así que me traía, quizá, con el propósito de que el sitio me resultase familiar, y esto, al contrario que otras costumbres que intentó inculcarme finalmente sin éxito, sí le salió bien. Ahora, tantos años después, paso por la plaza a diario y me gusta todo lo que este rincón ofrece al paso: el majestuoso hallazgo nocturno de la basílica y la plaza iluminadas desde el Compás, el hermoso jardín aledaño, los árboles que circundan la plaza desde ya unas temporadas, los bancos en los que sentarse a perder el tiempo, los niños que cada tarde vienen a jugar y corretear a sus anchas, el ambiente familiar, los conciertos que la Orquesta Filarmónica ofrece aquí cada verano, el salón abierto en que se convierte el recinto en distintas festividades y ocasiones a lo largo del año. Uno no puede más que agradecer la protección que el carácter patrimonial del templo ejerce en el entorno. Sin embargo, al mismo tiempo, cada vez pesa más en esta plaza su calidad excepcional en Málaga, con lo que corresponde cruzar los dedos con fuerza con tal de que a nadie se le ocurra una idea genial para intervenir en sus hechuras. Otra plaza esencial en mi biografía desde sus primeras páginas es la de San Pedro de Alcántara, de cuya degradación he sido testigo con el paso de las décadas abonado ya a la costumbre, como en la admiración de un dinosaurio varado que no termina de morirse; pero también he disfrutado su vida, su trasiego, su aliento tan humano, el ejercicio de resistencia que ha significado siempre en un Centro cada vez más extraño y ajeno: aquí, muy a pesar de la ruina, sí podíamos reconocernos. Ahora, tras su última y polémica remodelación, la respuesta más consecuente se parece a un encogimiento de hombros teñido, eso sí, de la certeza de que Málaga tiene un problema a la hora de ofrecer a la ciudadanía espacios públicos en los que quedarse sin tener que consumir ni pagar por ello. Si el cliente siempre tiene razón, el ciudadano nunca la tiene.
O a lo mejor habría que comenzar mediante la definición de una plaza, aunque sea en un pacto de mínimos. Si tienes el entorno ya definido con un árbol emblemático en su mismo corazón, hay que poner toda la intención del mundo para dificultar el tránsito y la permanencia partiendo la plaza en dos, que es lo que se ha hecho. ¿Con qué objetivo? Bueno, si se trataba de evitar que los tronos hicieran aquí estación de penitencia en Semana Santa, desde luego se ha conseguido. Lo interesante del asunto es el uso del mobiliario urbano tanto para escindir la plaza en dos hemisferios, a lo Berlín 1961, como para relegar el principal árbol del enclave a un papel secundario en la función: nunca fue tan cierta la advertencia de Virgilio para que temamos a los griegos aunque traigan regalos. Es de agradecer que el soporte para el intercambio de libros liberados haya quedado dignificado, pero la intuición original y espontánea de la iniciativa ciudadana, que convertía el viejo árbol en tablado principal del trueque, era mucho más afinada. Por no hablar del busto de Rockberto puesto de espaldas, castigado, desde la perspectiva que ofrece Carretería, la principal y más transitada desde el más común de los sentidos. En fin, que si en lugar del armatoste alzado como proverbial barrera se hubiera optado por un diseño más limpio en torno al eje natural de la plaza, con bancos y más árboles en el contorno y una ordenación dirigida a su centro, algo más parecido al cabo a una plaza de toda la vida, igual daban más ganas de quedarse. Cuestión aparte es que la degradación sigue haciendo su trabajo y afecta ya a los nuevos elementos. A ver con qué nos sorprenden en la próxima rehabilitación.
De cualquier forma, si atendemos a la Plaza de la Marina, atravesada de cabo a rabo por la que todavía es la principal arteria del tráfico rodado en la ciudad; la Plaza de la Merced, sumida en una obra infinita para la restauración de un pavimento al que habría que dar ya por perdido mientras sigue vigente el empeño municipal en añadir un armatoste carísimo a lo que debía ser un espacio abierto y accesible incorporado naturalmente al recinto; las plazas históricas del Centro, como la de Mitjana o la de las Flores, convertidas en terrazas de cabo a rabo para su mayor aprovechamiento hostelero; y, muy particularmente, el caso de la Plaza de la Judería, recuperada en su momento entre Granada y Alcazabilla para lo que debía haber sido escenario de la memoria viva de la ciudad y que Málaga, de nuevo, solo supo llenar de mesas con tal de que el turismo pudiera beber y comer con un toque de distinción, únicamente podemos concluir que el devenir de la Plaza de San Pedro de Alcántara ha sido coherente con un urbanismo incapaz de entender qué es una plaza y para qué sirve. O, al cabo, concedamos el beneficio de la plaza: todo el mundo sabe lo que es una plaza y para qué sirve. Otra cosa es que consintamos a la ciudadanía el derecho a disponer de una.
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