Tribuna Económica
Carmen Pérez
Un bitcoin institucionalizado
Calle Larios
Málaga/En cierta ocasión, hace ya una buena temporada, encontré en casa de mis padres un almanaque de bolsillo del año 1969 que publicitaba una conocida marca cervecera. En el anverso podía verse una imagen en la que una madre de familia servía cerveza a los cuatro miembros de la misma, provistos cada uno de un vaso de tubo reglamentario: el padre, ella misma y dos chiquillos, niño y niña, rubísimos, angelicales, de entre ocho y diez años de edad. Más allá de la evidente composición machista de la escena, llamaba la atención la flagrante consideración de los menores como consumidores de una bebida alcohólica. Recuerdo que el hallazgo me resultó chocante en extremo, pero correspondía tomar distancias y entender que, cuando el almanaque se puso en circulación, semejante espectáculo resultaba natural y seguramente nada inclinado a la polémica (más polémica cabe advertir en la campaña vista recientemente en las calles de Almería, promovida por el Ayuntamiento de la localidad y el Ministerio de Igualdad, en la que aparece un menor de edad sujeto a las normas de consentimiento sexual). Es decir, podemos dar por hecho que ni quienes fabricaron el almanaque ni sus potenciales observadores entenderían que aquel mensaje tenía la intención de fomentar el consumo de alcohol entre menores, en una época en la que todo tendía a anunciarse como producto familiar para su mayor aceptación social. Esta inocencia, si se quiere, no eximía del peligro real ni de la percepción de que, efectivamente, el consumo de cerveza entre niños, cuanto menos, se estaba dando por bueno, hasta por recomendable; pero también se puede entender que la España de entonces, insensible aún, no había desarrollado los mecanismos de protección contra el consumo de alcohol entre menores y que, por tanto, difícilmente se podría ver una publicidad así como una amenaza. Ahí está, de hecho, el quid de la cuestión: en la mirada, en la traducción de esta imagen como un riesgo. Si la mirada no está prevenida, lo que se atenúa es la percepción del riesgo, no el riesgo mismo, que, al contrario, se acrecienta. Me acordé del almanaque cuando hace unos días vi en un informativo la presentación de la edición de la Noche en Blanco celebrada ayer sábado, con la presencia junto al alcalde de Málaga de dos representantes de marcas de bebidas alcohólicas que patrocinaban el evento; y también cuando, ya durante el desarrollo de las actividades, tales marcas, y alguna que otra más, lucían en distintos estandartes e instalaciones. Todo, claro, en un ambiente mayoritariamente familiar y con no pocos menores entre los participantes.
El fenómeno, por supuesto, no es nuevo. Recuerdo que, hace ya algunos años, a algunos periodistas (solo a algunos) nos llamaba la atención en el Festival de Cine de Málaga la entrada en juego de bebidas alcohólicas como patrocinadores oficiales. Ya entonces se nos invitaba a beber cerveza en los toldos de la calle Larios y en otros muchos lugares, con especial incidencia en los espacios de encuentro reservados a las actividades culturales. No había, en teoría, ningún problema: desde hacía décadas, por ejemplo, los principales festivales de jazz de España habían asociado a su nombre las marcas de bebidas alcohólicas que hacían valer sus derechos como principales patrocinadores. Así que, tal vez, no existía motivo alguno para advertir ningún riesgo ni activar ninguna alarma. La cuestión es que la tendencia no ha hecho más que crecer y es difícil encontrar en Málaga una actividad cultural de cierta relevancia, especialmente entre las promovidas por las instituciones públicas, que no cuente con alguna marca de bebida alcohólica entre sus benefactores. Más aún, las empresas del ramo cuentan ya con sus propios equipamientos culturales, festivales de música y esas actividades que hasta no hace mucho parecían exclusivas, en el ámbito privado, de las fundaciones bancarias. Podemos convenir en que esto es absolutamente normal, en que no hay ningún obstáculo para que estos patrocinios sucedan; pero que la asociación entre cultura y alcohol se dé cada vez más por sentada igual debería invitar a hacer alguna reflexión, también cuando entre los públicos de esas actividades hay cada vez más gente joven y con edades más reducidas. Lo que por una parte debería servir de estímulo (la presencia de adolescentes en las propuestas culturales que la ciudad genera) podría tener así un reverso indeseable (la inducción a estos jóvenes a consumir alcohol).
Es evidente que las empresas asociadas al consumo de alcohol tienen derecho a patrocinar las actividades que consideren oportunas. Y también lo es que el sector cultural es uno de los más necesitados de financiación privada por mucho que dependa de las instituciones públicas (y esta dependencia obedece a que sus beneficios son también públicos, o deberían serlo, aunque esa es harina de otro costal). Pero, si no damos sin más el visto bueno a estos patrocinios, a lo mejor podrían buscarse medidas, propuestas y alternativas para que la cultura y el alcohol no queden vinculados de manera tan feliz, sin que la oferta artística, musical o cinematográfica perdiera vías de financiación seguramente imprescindibles y sin que las mismas marcas vieran limitadas sus legítimas aspiraciones patrocinadoras. Y una tarea de este calibre apela, en primer orden, a una responsabilidad política, especialmente cuando el consumo de alcohol se da a edades cada vez más tempranas y en volúmenes cada vez mayores. Quizá, quién sabe, tendrían sentido más campañas de sensibilización contra este consumo y otras que, del mismo modo, inviten a disfrutar la oferta cultural de la ciudad sin necesidad de más aditivos, celebrando la cultura por sí misma, desterrando de una vez el dichoso prejuicio que insiste en que para pasarlo bien en según qué ambientes y según qué actividades hay que tener una botella de alcohol en la mano. Y, ya puestos, tampoco estaría mal apelar a la responsabilidad de las empresas y considerar que no es lo mismo anunciar sus productos en la Feria de Málaga que en el Festival de Cine o en un ciclo de conciertos al aire libre. Como sucede a menudo, la responsabilidad no tendría que traducirse necesariamente en pérdidas, ni siquiera en límites, sino en la oportunidad de hacer las cosas bien. Porque someter la cultura a la misma lógica hostelera que parece devorarlo todo en esta ciudad podría tener un coste todavía más alto. Y si no lo vemos, bueno. Alguien terminará quedándose ciego.
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