Málaga: tocar el cielo
Calle Larios
De las experiencias inolvidables se dice que no tienen precio, pero eso es una cosa y otra muy distinta es que haya que poner un techo: aquí ya sólo pueden vivir unos pocos, pero estas vistas bien valen lo que piden
Málaga: estación seca
Málaga: las plazas que no fueron
Málaga/Esta vez cayó el mitad templado en una cafetería del barrio. Ocupé en solitario una mesa exterior a la hora de la merienda, pedí mi café, me puse a leer para hacerme el interesante y orienté la antena a la dirección más provechosa. Pocos minutos después tomó posiciones en la mesa de al lado un señor más cerca de los sesenta de lo que seguramente deseaba, bendecido con corte de peluquería, gafas setenteras y dedos recortados en sus manos oscuras. Llegó quejándose del frío y pidió al camarero un JB con familiaridad cordial. Sacó su móvil y empezó a ver vídeos del Carnaval de Cádiz. Apenas empezaba el compás en su artefacto cuando el hombre se echó a reír con ganas, a mandíbula batiente, como si le hubieran contado el chiste de su vida, te sabes el de la carne de membrillo. La resonancia de su notable caja torácica en cada carcajada llamó la atención del personal circundante, míralo, qué bien se lo pasa, con la que está cayendo. Desde mi puesto no podía distinguir bien la letras de la chirigota, y me jugaría un pelo del sobaco de Vladimir Putin a que él tampoco. Y qué más daba: al fin y al cabo, se trataba de un tipo que se reía a sus anchas solo, como en el salón de su casa, y todo el mundo dio la jugada por buena, dejadlo que se monde a gusto. Continuó la comedia con otro par de vídeos que el consumidor, ya con el guarapo servido, debía tener descargados en su aparato hasta que, de pronto, cesaron las risas y el triquitraque y se hizo el silencio. Alcancé a vislumbrar desde mi atalaya que había empezado a bichear las noticias en su dispositivo. Mi café se enfriaba sobre la mesa y, respecto a la lectura, había perdido el hilo, maldita sea, pero me intrigaba la porción de actualidad que pudiera interesarle a un espectador tan fiel. En éstas, se le arrimó otro tipo. Un ejemplar de la misma quinta, con barba dispersa y melena recogida bajo una gorra, figura oronda cual escudero manchego, chándal de Primark y aspecto general de rockero degenerado, qué tiempos, aquellos sí que eran buenos golpes. Se le acercó de manera discreta, como temeroso de interrumpir su pesquisa periodística, buenas tardes, disculpa, nada, vengo a tomar un cafelito, cómo está la familia, no quiero molestar. Se notaba que el recién llegado tenía ganas de sentarse con el primero y compartir mesa, pero algún pudor primario se lo impedía, así que ocupó otra pequeñita que quedaba libre justo al lado. Y allí estábamos, tres tíos como tres adoquines, cada uno en su mesa, un verdadero monumento a la decadencia del varón blanco en Occidente. Sin embargo, aun anclado en la individualidad de su pupitre, delante de un café como el mío, el de la gorra se mostraba nervioso, inquieto de ganas por entablar conversación con el conocido, quien seguía scrolleando como quien ve crecer una petunia. “Y qué, ¿cómo va el mundo?”, lanzó al fin, afable, rompedor de hielos paleolíticos. “Pues mira, justo estaba viendo que han echado para atrás la ley de amnistía”, respondió el primero sin levantar la vista del móvil. “¿Y eso?” “Han sido los de Puigdemont, ellos mismos. Les parecía poco”. “Vaya, vaya”, concluyó el barbudo, sin mucho más que decir al respecto y decidido al fin a no interrumpir más al compadre. Volvieron así uno al café y otro al licor y la tarde se deslizó en una nocturnidad de melancolía y leve aroma a alcantarilla.
El hombre del chándal se ventiló el café en un pispás, y eso que venía echando humo, y se incorporó sin muchas ganas: “Bueno, pues me voy a la casa a ver si hacemos algo”. “Muy bien”, respondió el del JB, “algún empujón habrá que dar para levantar este país”. “Pero antes de irme”, amenazó el tertuliano forzoso que, ahora sí, se sentó en la silla que quedaba libre en la mesa del primer hombre, como si Hamlet se hubiese decidido a acometer su venganza, “quiero contarte una cosa: voy a hacer el Camino de Santiago”. “¡No me digas! ¡Qué bien! ¿Cuándo?” “Me dijo Antonio que él iba a hacerlo, que si me iba con él. Y le he dicho que sí. En octubre”. “Eso está muy bien. Así tienes tiempo de ponerte en forma, que luego aquello es muy duro, no es un paseo”. El tipo de la gorra empezó a venirse arriba: “Ya, ya. Sí, lo he decidido. Necesito salir de aquí, ¿sabes? Ver otras cosas. Y para hacer el Camino de Santiago no nos hará falta mucho dinero”. “¿Por cuánto saldrá el viaje?” “Vamos a hacer el Camino francés. Estaremos un mes. Antonio dice que el billete de avión a Francia costará unos cien euros. Y que luego, para los albergues, tendremos que poner cada uno otros doscientos”. “Hombre, por muy baratos que sean los albergues, poco dinero me parecen doscientos euros para un mes entero”. “Eso dice Antonio”, insistió el rockero con tono pacato mientras sus ojos, apenas perceptibles entre la barba y la gorra, esbozaban ya un asomo de duda. “Yo llevaría trescientos por si acaso. O cuatrocientos. Vaya, es que, si no, os va a salir más barato hacer el Camino de Santiago que quedaros aquí”. Con el chasco ya afirmado en el carraspeo de su voz, perdida la mirada en alguna baldosa, el ahora menos entusiasta de los dos apostilló antes de irse: “De eso se trataba”.
Después, mientras apuraba el tiempo, y terminado el último capítulo, fui yo quien se puso a consultar las noticias. Entre todo el jaleo de la ley de amnistía, pude leer que los pisos de los rascacielos de Martiricos se alquilan ya a cinco mil euros. Casi, casi, como en Manhattan. Y reparé en que, si hay a quien le trae cuenta irse de Málaga una temporada para ahorrar un poco, también hay quien puede venir a gastarse todo lo que tiene, sin techo. Especialmente, si se trata de adquirir una vivienda, materia en la que prácticamente ningún otro territorio español nos hace sombra. Por supuesto, siempre es deseable que, quien pueda, invierta aquí sus cuartos. Pero semejante nivel de especulación restringe las posibilidades a una minoría cada vez más selecta, que por lo demás en muchas ocasiones ni siquiera reside en Málaga, y deja fuera de juego a una mayoría sin muchas opciones para la que cien euros entraña una diferencia notable. El problema es que cualquier regla del juego, ya sea para la política, el periodismo o lo que ustedes quieran, empieza por la atención: el espectacular ascenso sin remisión del coste de la vivienda, especialmente en nuestras fabulosas torres metropolitanas, se ha convertido en un foco de atracción tan potente por su increíble volumen que ya apenas queda tiempo para reparar en esa otra ciudad invisible, fracasada, la que se rasca los bolsillos y no cambia de chándal en todo el invierno. No se inquieten, no hablo de populismo, sino de matemáticas: adivinen qué porcentaje de realidad acapara los impulsos, los escaparates y las decisiones y cuál representa el mundo del que no se habla, el que no existe, el que no figura, allá se las apañe. Afirmaba Montaigne que Pericles no necesitaba derrotar a sus adversarios, sino convencer a su audiencia de que los había derrotado. Pues eso, más o menos, nos ha pasado en Málaga: nos han convencido de una historia de éxito mientras la mayor parte, tantos años después, sigue esperando la porción que le corresponde con la sospecha de que alguien, en otra parte, se está riendo muy fuerte. Eso sí, semejantes vistas bien valen cinco mil euros al mes. Lo mismo diremos cuando pidan diez mil.
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