Málaga: estación seca
Calle Larios
La sospecha de que la sequía se incorporará a la maquinaria de exclusión activa en nuestro territorio no hace más que confirmarse, pero algo bueno habrá que contar en Fitur para que el turismo no se resienta
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Málaga/Hace unos días terminé desayunando en una venta no muy apartada de los Montes, un lugar humilde pero acogedor y con afluencia notable a primera hora de la mañana. Cuando a uno se le antoja un mollete de lomo hay que aventurarse en el mundo salvaje para encontrar la mejor pieza, y allá que fui, con el periódico y un libro en la talega por si se producía una catástrofe medioambiental y nos quedábamos aislados. Me senté en la barra y me atendió un muchacho larguirucho y bien entrenado, eficaz en el despacho de los cafés y chorritos de anís, con bandera de España en la pulserita y sonrisa amable en el gesto. Pedí lo mío, me abandoné a la lectura y poco después se sentó a mi lado una cliente habitual, o eso concluí al comprobar la familiaridad con la que se dirigía al camarero, aunque vaya usted a saber, la gente resuelta constituye una raza fascinante. Fue la propia señora, vestida con cierta aspiración de uniformidad azul, melena rubia oxigenada y un matiz levemente exagerado en el maquillaje, la que sacó para la conversación con el chico, quien no mostraba precisamente muchas ganas de hablar con todas las comandas acumuladas, el tema de la sequía. Y, bien, es lógico: el asunto es ya tan recurrente como el del clima. No hay situación incómoda en la que dos desconocidos se vean obligados a compartir un espacio reducido durante más de treinta segundos en la que no aflore, como la electricidad estática en la indumentaria, el tema de la sequía: pues como no llueva estamos apañados, vamos a tener que ducharnos con toallitas, no sé por qué no sacan a los santos en procesión, todo eso. Afortunadamente para el chico de la barra, la buena mujer no tenía tantas ganas de charlar como de soltar un monólogo. Así que empezó a hilar un discurso ferviente, como si tuviese a sus pies el cadáver de César aún caliente, en el que cantó la responsabilidad demostrada por la Junta de Andalucía en el desarrollo de sus políticas hídricas, con el impulso de infraestructuras y desaladoras, a la vez que lamentaba el nulo compromiso del Gobierno Central con la Costa del Sol. El discurso lo traía bien preparado: lo ilustró, de hecho, con datos sobre los porcentajes de abastecimiento en diversos embalses, la evolución de la sequía en los últimos dos años, las actuaciones de Emasa y hasta declaraciones institucionales. Conocía a fondo, por tanto, todo el percal, tal y como delataba la autoridad profesional con la que abordaba la materia. Me acordé de la famosa escena de Annie Hall de Woody Allen en la que aparece Marshall McLuhan para poner en su sitio a un tipo que disertaba con demasiada alegría sobre sus teorías de la comunicación en la cola de un cine: cualquiera le ponía un pero. He aquí, sin embargo, que, en un momento dado, con el café ya servido, la experta guardó silencio y se concentró en el sobre de azúcar. Así que el joven camarero, pobre, se vio metido de lleno en la tesitura de tener que decir algo. Transcurrieron los segundos suficientes como para generar tensión en la escena: el chaval, maldita sea, tenía que decir cualquier cosa, ya, lo primero que se le pasara por la cabeza. Casi estuve a punto de salir en su auxilio y meterme en la conversación cuando, al fin, estalló: “Es verdad, pero algo podremos hacer nosotros también, ¿no? Nos estamos cargando el planeta. Y, si seguimos así, no volverá a llover nunca”. La mujer terminó de remover el azúcar en el café, dejó la cucharilla en el plato, tanteó el primer sorbo hirviente y respondió mientras asentía con la cabeza: “Pues sí. Tienes toda la razón”.
Terminado mi desayuno y de vuelta a casa consideré, al hilo del diálogo del que había sido testigo, que el equilibrio entre la acción política y la responsabilidad individual es siempre delicado. En el contexto que delimita la sequía, podemos establecer un cierto margen de confianza en el criterio cívico de cada consumidor, tal y como venimos haciendo desde hace años, hasta que la evidencia impone su dominio y el pragmatismo propio de la realpolitik deviene en la reducción de la presión del agua primero y el corte del suministro después. Ante una decisión tan absoluta, radical e incontestable como la clausura del grifo, uno sólo puede plegarse a la certeza de que la crisis es igualmente absoluta, radical e incontestable; es decir, una vez tomada la medida, son las administraciones del Estado y sus autonomías las que se convierten en objeto de confianza por parte del consumidor. Muchos malagueños de toda la provincia vienen sufriendo cortes del suministro cada vez más acusados y, en la capital, ya se nos advierte de que el agua vendrá próximamente con menos presión, antesala de los paréntesis que afectarán al suministro, qué remedio, si sigue sin llover. Y al ciudadano, entonces, le corresponde confiar en que las administraciones estén desempeñando su trabajo, haciendo frente a la sequía para que el suministro vuelva cuanto antes y con las mayores garantías en la medida de lo posible.
El problema llega cuando el ciudadano recibe mensajes contradictorios. Cuando, por una parte, se urge al Gobierno Central a que declare la provincia de Málaga como zona catastrófica por la sequía y, por otra, se busca en Fitur el turismo de siempre con los ganchos de siempre, sin un solo toque de atención que podría resultar incómodo al visitante, quien, confiado él también tras la adquisición de su producto, entiende que podrá consumir toda el agua que quiera porque en ningún sitio se le está advirtiendo de la gravedad de la situación. No se trata, evidentemente, de ir a Fitur a promocionar un desierto. Pero sí, quién sabe, de apostar por un turismo más responsable, más ajustado a lo que hay: si todas las industrias, incluida la hostelería, se ven obligadas a tomar medidas ante la persistencia implacable de la sequía, no sabe uno muy bien qué pretende el negocio turístico haciendo como que no se da por aludido. Lo más curioso es que sigue sin asomarse al debate la idea de que en el turismo, al contrario que en el terrorismo, podemos distinguir, al menos, dos modalidades: uno mejor y otro peor. En su momento, con tal de puntuar en el escaparate, Málaga decidió no hacer ascos a ninguno, incluido el más voraz, el que menos beneficios sólidos genera, el que más especulación urbanística alienta y el que más exclusión social acumula. Y todavía le sigue pareciendo a esta provincia que poner a los ciudadanos primero será un motivo de agravio para el turista, hasta el punto de considerar una aberración una tasa turística que se paga con naturalidad en prácticamente cualquier otro destino del mundo. Pero apelar a un turismo sostenible en plena sequía no significa hacer de menos al turista. Por el contrario, anunciar sacrificios a la población mientras la maquinaria promocional se mantiene en los mismos términos se parece demasiado a la mala fe. Y no hay peor premisa para la confianza.
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