La casa de todos o el teatro como realidad diversa
El diario de Próspero | Teatro
La concesión del Premio Max de Carácter Social a la Escuela de Teatro Ricardo Iniesta de Úbeda invita a una reflexión urgente sobre el modo en que la escena amplía la percepción del mundo
Correspondía celebrar la concesión del Premio Max de Carácter Social a la Escuela de Teatro Municipal Ricardo Iniesta de Úbeda por su trabajo a favor de la integración y la diversidad social a través del teatro. El centro que dirige actualmente Nati Villar Caño, quien recogerá el galardón el próximo 7 de septiembre en el Teatro Cervantes de Málaga, lleva veinte años haciendo visible la evidencia de que la diversidad juega siempre a favor de la experiencia artística, nunca en su contra. Si bien en un principio el centro comenzó a trabajar con colectivos relacionados con la diversidad funcional, poco a poco fue incorporando a niños, mayores, personas migrantes y otros agentes favorables a una integración para la asunción de la idea del teatro como casa de todos. Su trayectoria en este sentido es modélica, no sólo por su trabajo con estos colectivos sino por la dinamización de la vida cultural ubetense con la misma diversidad como bandera. De manera que difícilmente se podría encontrar un proyecto más idóneo para recibir una distinción como el Max de Carácter Social. La cuestión es que el mismo día en que se anunció la concesión, la Fundación SGAE divulgó unas declaraciones de Nati Villar dignas de la mayor resonancia. Habrá quien considere que la directora no hacía más que señalar evidencias, pero ya hemos llegado a ese extraño punto en que las verdades más rotundas son las que con más urgencia deben ser recordadas. Partía Villar Caño del axioma según el cual “la transformación social es posible a través del arte en general y del teatro en particular” para añadir: “La diversidad es aliada del arte. El arte no es alienante. Todos tenemos capacidades artísticas y la necesidad de expresarlas. El arte se nutre, ante todo, de diversidad”. Pocas veces han sido estas palabras tan oportunas y tan merecedoras de reflexión y debate.
La progresiva marginación de las artes escénicas en el mapa general de las expresiones artísticas y culturales ha alimentado la idea de que el teatro es una práctica reservada a unos pocos. Desde que estallara la crisis económica en 2008, los índices de afluencia se mantienen en registros similares: un 98% de la población española acude al teatro una o ninguna vez al año, y todo invita a pensar que con el coronavirus las restricciones serán aún más acusadas durante una larga temporada. La impresión de que en el patio de butacas nos encontramos siempre los mismos, como en misa, se hace cada vez más aguda. Y tal vez por cierta querencia a la resignación o a la fatalidad esta tendencia se ha asimilado sin más, de manera natural. En paralelo, lo que sucede en el escenario es cada vez más homogéneo, más contenido y menos sorprendente, menos atrevido, con registros, gestos, posiciones y modos vistos un millón de veces. Tanto en lo correspondiente a lo escénico como al público, no hay más remedio que concluir que el teatro es, a día de hoy, un arte conservador igualado a base de reducción. La evidencia nos dice, sin embargo, que a mucha gente le gusta el teatro: verlo, hacerlo, compartirlo, formar parte. Pero, al mismo tiempo, cierta lógica tóxica, aspirante al mainstream justo en el único contexto donde nada ni nadie debe aspirar al mainstream, ha generado mecanismos de exclusión que convierten el teatro en un fenómeno extraño para muchos. No podemos culpar únicamente a las plataformas: la escena tiene aún pendiente una autocrítica serena y de largo alcance. La cuestión es que pocos fenómenos concernientes a lo humano pueden alimentarse de la diversidad, tal y como advierte Nati Villar, con la verdad del teatro. Y ahí, en un red capaz de significar para todos, es donde la escena tiene sus mayores opciones.
Uno de los proyectos más interesantes que han visto la luz en los últimos años en este sentido es el espectáculo Oye, escucha, del actor malagueño Antonio Zafra. Con su humor marca de la casa, el intérprete traslada al espectador al día a día de las personas sordas, colectivo del que él mismo forma parte. Aunque Zafra cuenta con intérpretes del lenguaje de signos en sus funciones, su propuesta no va dirigida tanto a quienes conviven con la sordera como a la mayoría social que no sabe cómo se las apaña un sordo para contratar un servicio cualquiera cuando únicamente se le ofrece la vía telefónica. Como actor, Zafra ha tenido que enfrentarse igualmente a obstáculos bien concretos, pero su balance es ilustrativo: “Yo parto de la premisa de que para las artes en general, y para las artes escénicas en particular, nadie está incapacitado. Es más, si por lo que sea tienes una sensibilidad distinta, lo tienes más fácil para llegar al espectador. Digamos que lo normal no llama la atención”. Si de verdad se trata de preservar una relevancia social, haría bien la escena en sacudirse la normalidad y abrazar una diversidad más amplia; mucho más aún, claro, si se trata de transformar la realidad. Mirar primero y cambiar después: el objetivo está aún a tiro.
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