Opinión
Carlos Navarro Antolín
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Málaga/Hace unos días entré en uno de los pocos comercios tradicionales que quedan en el Centro, en plena calle Granada, y mientras el dependiente me atendía pasaron por la puerta del establecimiento cuatro o cinco tiparracos descamisados, visiblemente borrachos, con velos de novia en el pelo y armados con bocinas que iban dando gritos en italiano mientras recreaban el saludo fascista con la mano alzada. Atisbé un gesto de desesperación en el dependiente, quien no dejó pasar la ocasión para desquitarse: “Esto pasa todos los días, varias veces. Es terrible. Creo que no puedo cogerle más odio al Centro. Hago todo lo posible para no venir, vengo para trabajar porque no tengo más remedio, pero ya está. Ojalá no tuviera que hacerlo nunca más”. Me asomé a la calle y observé cómo las acémilas continuaban en dirección a la Plaza del Siglo. Algunos, presumiblemente otros turistas, les reían la gracia; otros, la mayoría, intentaban hacer como si nada, pero había quien expresaba su malestar de manera más o menos abierta. Y me llamó la atención que entre estos últimos había también algunos turistas. Recuerdo, en concreto, a una pareja que poco después tomó la calle San Agustín en dirección al Museo Picasso: debían andar por los cincuenta, rubios como ángeles caídos del cielo, seguramente ingleses, o alemanes, que caminaban según el trazado que indicaban sus dispositivos móviles y que afearon a los hooligans su conducta, si bien apretaron el paso para escapar cuanto antes del ruido y evitar cualquier roce con las bestias. Los vi a los dos poco después, efectivamente, en la abultada cola para ver la exposición de las esculturas de Picasso (magnífica, por otra parte). Me acordé de aquellas declaraciones de la concejal Elisa Pérez de Siles, quien tachaba a quienes criticaban la ocupación del espacio público a cargo de las terrazas de “hipócritas” por consumir en las mismas y quien, de paso, añadía que Málaga era una ciudad “divertida” que aspiraba a “ser feliz”. Desde luego, aquellos mamelucos merecedores de una sanción ejemplar se lo estaban pasando en grande. Tanto como el pollo al que metieron el otro día en un contenedor de la Plaza de Uncibay y salió tras la intervención de los bomberos pidiendo otra ronda. Pero me quedé rumiando con la imagen de aquella pareja, tan turistas ambos como los otros, a los que el espectáculo no les hizo ni puñetera gracia y que sólo querían pasear tranquilamente antes de visitar el museo. Pensaba en lo que contarían de Málaga al regreso, en lo que recomendarían a sus amigos y familiares, en el álbum de fotos, en la memoria de su paso por la perla del Mediterráneo. Quién sabe.
Tan turistas eran, también, como la familia que hace unos días me pidió ayuda para que les explicara cómo funcionaba el reciclaje de los residuos delante de unos contenedores del barrio, y que me agradecieron que les diera las instrucciones en inglés por lo que consideraron un gesto de amabilidad. Aquella familia de cuatro miembros acababa de salir de un apartamento turístico y todos ellos parecían mostrar especial empeño en dejarlo todo limpio y bien recogido, con un escrúpulo que ya quisiera uno para muchos malagueños. Y entonces, mientras volvía a casa con mi compra hecha y con aquella pareja disgustada en mi cabeza, se me ocurrió formular un requerimiento particular para nuestras autoridades: oigan, ya que no van a hacerlo por nosotros, los que vivimos aquí, los que contribuimos a mantener el tinglado con más sacrificios y vemos cómo progresivamente perdemos derechos y servicios públicos, háganlo por ellos, por los turistas que sí se merecen ser bien recibidos. Regulen esto de una vez para que quienes entienden que vienen a una ciudad y no a un parque de atracciones alzado a mayor gloria de la decadencia de la especie puedan visitarnos a gusto, para que no tengan que compartir terraza con energúmenos en chanclas que plantan los pies negros en la silla de al lado. Los ciudadanos ya estamos acostumbrados a que a los turistas menos deseables se les permita ir en bicicleta por la acera y en patinete a toda velocidad sin consecuencias, pero esta pareja, válgame el cielo, esta pareja de rubios inmaculados no se merece semejante escarnio. ¿Qué creen que apuntarán en las encuestas, qué valoración dejarán a la posteridad, con qué calificación nos juzgarán cuando tengan al alcance el cuestionario pertinente? Sí, claro que Málaga es una ciudad divertida, sabemos cómo pasarlo bien, de lujo, pero lo es en un sentido cada vez más delimitado de la diversión. Un sentido cerca de lo que, digamos, descerebrados del tres al cuarto desprovistos de la última neurona que permite aguantarse el pipí entienden por diversión. Cualquier clasista que tenga gustos más elevados hará bien en irse a otro sitio o contentarse con el maquillaje que ofrecen los museos, aunque para llegar a los mismos tenga que vérselas con despedidas de soltero, borrachos soeces y otras situaciones desagradables e injustas. ¿Y si el turismo se terminara devorando a sí mismo? ¿Y si el reconocimiento de Málaga como una ciudad desagradable acabara delimitando mucho más allá de lo deseable el volumen de negocio? Pues sucedería, ni más ni menos, que lo que sucede cuando no se gestionan las actividades, o cuando se gestionan únicamente desde el criterio único según cuanto más, mejor. De entrada, tras el estallido postpandémico, Aehcos advierte ya de un estancamiento en las reservas hoteleras para la temporada alta en la Costa del Sol. Los operadores tienen que hacer mejor su trabajo y mandar más espetos a Fitur.
Mientras tanto, Florencia ha prohibido (no regulado, ni delimitado: prohibido) los apartamentos turísticos en el centro de la ciudad, y cada vez más urbes europeas ponen límites, gestión y equilibrio a estas instalaciones. Cuando los vecinos alertaban de que una casa no es un hotel, se referían precisamente a esto. Aquí, sin embargo, hemos asistido a la inacción más sonora a la espera de una legislación autonómica mientras un tribunal confirmaba, a cuenta de Cádiz, que los municipios pueden actuar por su cuenta. Pues claro que el turismo es necesario en Málaga, pero un turismo de calidad, sostenible y sensible, atento a la normativa y capaz de contribuir al crecimiento de todos, no al enriquecimiento especulativo de algunos. Igual va siendo hora de dejar claro que no todos los turismos son iguales y que la única razón de ser del turismo malo es destruir el bueno. En Málaga, al igual que otras muchas ciudades de Europa, la negativa a una gestión razonable ha convertido el turismo en un problema de convivencia. Muchas de esas otras ciudades están ya adoptando medidas, a veces dolorosas (consecuencia natural tras una dejación de funciones), cuando el problema se les ha ido de las manos. Esas medidas llegarán, tarde o temprano, gobierne quien gobierne. En serio, háganlo por aquella pareja que esperaba su turno para entrar en el Museo Picasso, o por la familia que preguntaba por la distribución de los residuos en los contenedores de reciclaje. Ellos nunca lo harían.
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