Málaga: las cosas de comer

Calle Larios

Resultaba evidente que, en lo que a restauración se refiere, la ciudad iba a precipitarse con igual euforia a la más absoluta falta de identidad, pero no deja de sorprender la velocidad con la que ha tomado impulso

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Málaga: tenga la amabilidad

Quién va a querer un espeto pudiendo pedir 'fish & chips'.
Quién va a querer un espeto pudiendo pedir 'fish & chips'. / Javier Albiñana

Málaga/Me llevé un disgusto de los gordos no hace mucho cuando pasé por la calle Andrés Pérez y me encontré con que el Calafate había sido sustituido por otro restaurante franquiciado de (supuesta) cocina italiana. Durante muchos años venía a comer aquí a menudo y lo seguía haciendo de vez en cuando. Me gustaba especialmente el ajoblanco, con sus dados de manzana, y toda su oferta vegetariana, casera siempre, sabrosa, con la mejor relación entre calidad y precio del centro y abundancia en el plato, detalle que los tragones falstaffianos agradecemos de corazón. A través de algunos amigos cercanos a los propietarios supe que la rentabilidad había mermado de manera notable en los últimos años y que la ubicación céntrica había dejado de ser para ellos una ventaja. Sólo unos días después paré a desayunar en una cafetería próxima, un establecimiento creado al amparo de un grupo local ahora expandido también con ánimos franquiciados. El lugar en cuestión sirve un buen café y eso, en Málaga, es ya un acontecimiento; pero pregunté si tenían molletes, la camarera me respondió afirmativamente, pedí uno satisfecho ante la expectativa y pocos minutos después tenía en mi mesa una viena convencional, bien preparada pero nada parecido a un mollete. Habría correspondido poner el grito en el cielo, pedir el libro de reclamaciones, invocar a Robespierre y recobrar el ánimo incendiario de los anarquistas catalanes guerracivilistas, pero incluso la posibilidad de llamar la atención a la señorita sobre la evidencia de que aquello no era un mollete, por más que usted quiera, por más bueno que esté, no sé qué juego alquímico se traen aquí, sería más fácil convertir el cobre en oro antes de convencerme de que esto es un mollete, me parecía ridícula, y qué más da, si Málaga es una ciudad, si el Gualdamedina es un río, si la Marina es una plaza y el Baltasar de nuestra cabalgata un rey negro, por qué no iba a ser esto un mollete. Te lo comes y te aguantas. Pensé, entonces, en que alguna vez he ido a pedir molletes en Madrid, en Murcia y hasta en Barcelona y me ha pasado lo mismo: me han puesto delante panes más o menos afortunados pero nunca molletes, convencidos los presuntos de aquellos eran molletes, Sancho, y no molinos. Que ya nos suceda lo mismo en Málaga, en el centro de Málaga, no entraña en el fondo gravedad alguna: sólo, al cabo, otro signo de la constatación ya asimilada de que Málaga, especialmente en los dominios del atrezzo, es una ciudad cualquiera.

Ya no sólo en Madrid o Barcelona: también en pleno centro de Málaga pretenden hacer pasar por molletes lo que no son molletes

Aunque quizá en lo que a gastronomía se refiere la transformación no ha sido tan plácida. Más bien, en los últimos años parecen haberse dado especial prisa. Es muy difícil encontrar un nuevo establecimiento distinto de una presunta trattoria, un kebab o un puesto de empanadillas. Sólo en Cristo de la Epidemia han aparecido en el plazo de pocos meses dos shawarmas, cuando ya los había en otras calles cercanas, ahora embestidos en mutua competencia. Si elevamos un poco el listón más allá de la comida rápida, lo peor son estos nuevos establecimientos que presumen de una ambientación tradicional, incluso local, como de toda la vida, entre cuyas variedades más celebradas encontramos la hamburguesita de buey, el tataki de atún, el tartar de salchichón y la ensaladilla rusa con algún ingrediente exótico. Lo mismo de lo mismo en todas partes. Llevábamos ya años asistiendo al cierre de los restaurantes más señeros y precisamente distintos, por singulares, o a su traslado a otros barrios desde el centro, en beneficio de este otro tipo de restauración previsible y anodina. Pero me llamó especialmente la atención la noticia del cierre de la Reserva del Olivo, del grupo La Reserva, en la Plaza del Carbón. Resulta que aquí, en pleno corazón del atrezzo, un restaurante como este, que venía preservando cierta identidad propia en su oferta, ya no es rentable. Tomará el relevo en el local, exacto, otra cadena de restaurantes con una carta más afín a lo demandado en la zona: es decir, lo que podríamos esperar en la esquina cualquiera de otra ciudad cualquiera. Cuando cambiaron el Café Central por un pub franquiciado de baja estofa pero de terraza enorme en la Plaza de la Constitución todas las cartas habían quedado boca arriba. Ahora nos han cambiado el Bar Jamón de Carretería por otro italiano, pero nos han puesto pasteis de nata a la manera lisboeta en Especería. Es, exactamente, la variedad gastronómica que cabría esperar en un parque de atracciones, no en una ciudad. Y sabemos que esto no terminará en el centro. Ni muchísimo menos.

Si las cosas de comer son importantes, lo son, también, por cuanto tienen de simbólico o por el diagnóstico que ofrecen

Si las cosas de comer son importantes, lo son, también, por cuanto tienen de simbólico o por el diagnóstico que ofrecen. Resultó, en su momento, que había que dirigir todas las atenciones al turismo, sin reparar demasiado en los requerimientos de la población local cuando, por ejemplo, de hacer una reserva o de sentarse a la mesa con personas que presentaban necesidades especiales se trataba. No menos conmovedor fue el llamamiento a la misma población local, cuando el letargo del confinamiento pandémico parecía llegar a su fin, para que volviéramos a sus restaurantes y los disfrutáramos cuando el regreso de los turistas quedaba aún demasiado remoto. Ahora el turismo ha vuelto y además a lo grande, con niveles de afluencia nunca vistos, pero, sorpresa, a la gran mayoría de nuestros amados visitantes les importan una higa nuestras bondades culinarias: prefieren evitar las esencias autóctonas y atiborrarse de lo que ya conocen con tal de no romperse demasiado la cabeza. Si Málaga ha seguido las directrices de los parques de atracciones con tal de ganar puntos, sólo podía aspirar un turismo de baja calidad, el mismo que acude al llamamiento de la aglomeración insana de apartamentos vacacionales y candaditos en las rejas y que da por buenas las pizzas cuatro quesos como experiencia gastronómica. El negocio de la restauración se ha visto resentido, por supuesto, y de manera grave, lo que es una mala noticia para todos; pero igual cuando se empezó a alertar de la que se nos venía encima habría sido más conveniente abordar un debate más serio en lugar de despachar la cuestión con las consabidas acusaciones de antimalagueñismo. Total, que si la resistencia pasa por afirmar que dos más dos no son cinco, ahora diremos también que un bollo cualquiera no es un mollete. Amén.

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