Málaga, santa y barroca
Calle Larios
Todo el mundo debería ver la exposición ‘Fieramente humanos’ en el Museo Carmen Thyssen y, de paso, reivindicar la memoria de aquella ciudad y aquel tiempo, latente aún aunque amenazada
Carta de amor a Gerard Piqué
Málaga: no es gran cosa
Este verano completé al fin la visita completa al Metropolitan de Nueva York (qué bien queda uno cuando empieza un artículo así, avisen a mi agente) y, entre todo el patrimonio allí conservado, pude disfrutar de las dos esculturas de Pedro de Mena que custodia el museo en sus salas de escultura española, el Ecce Homo y la Mater Dolorosa. Encontré en este hallazgo, claro, una conexión inmediata: recordé la casa taller del artista, reconvertida en el Museo Revello de Toro, y las múltiples ocasiones con que hemos contado en Málaga para admirar sus obras sólo en los últimos años, como aquella histórica exposición que acogió el Palacio Episcopal en 2019. Ahora, el Museo Carmen Thyssen Málaga acaba de inaugurar su exposición Fieramente humanos. Retratos de santidad barroca, con obras de los más grandes pintores y escultores españoles del siglo XVII como Velázquez, Ribera, Murillo, Martínez Montañés y el propio Pedro de Mena, entre otros. Y uno no puede más que recomendar encarecidamente a todo el mundo que vaya a verla, que no se pierda este órdago bautizado a la memoria de Blas de Otero, porque difícilmente saldrá con el mismo ánimo despachado a la entrada. Como testimonio de su época, la muestra resume bien el tremendo ‘no va más’ que entrañó el periodo barroco en España, cuando tantos artistas decidieron transformar todo lo que desde antiguo había sido superstición e imposición en belleza. Una belleza mezclada, por supuesto, impura, en la que lo divino se travestía de hechuras mundanas para prolongar su apogeo en un cosmos en profunda crisis. Uno, letraherido de pacotilla, imagina sin remedio a Calderón escribiendo La vida es sueño mientras esta gente hacía su trabajo, o a Lope llevándoselas de calle con sus comedias en todas partes, o a Vicente Espinel y sus décimas, o a Cervantes exhalando su último y melancólico suspiro en un compás del siglo incipiente aún, impredecible, pleno quizá de cordura y por tanto de silencio, como su famoso hidalgo. Pero, en todo caso, lo mejor de todo esto es poder comprobar hasta qué punto aquella erupción de emociones contradictorias que fue el barroco pervive aún, a su manera, en esta bendita ciudad llamada Málaga. Y no sólo en su Semana Santa, principal escaparate de sus contrastes, sino en los rituales más cotidianos, en las comadres sentadas en un banco de la plaza, en la cerveza apurada antes de comer en una barra, en el pitufo de salchichón solicitado en la barra del Diamante para el desayuno, en los corrillos espontáneos armados en cualquier cola, en la vecina del cuarto que te saca del apuro más ingrato a cualquier hora, en el chiste contado en el momento menos oportuno, en las risas por el funeral y en el disgusto por el nacimiento. Todo eso que el visitante puede ver en la exposición del Museo Carmen Thyssen habla de nosotros, de lo que fuimos y de lo que, todavía, aunque sea un poquito, seguimos siendo.
Lo que pasa es que, bueno, de aquella Málaga de los Percheles ya no quedan ni los Percheles. Es ley de vida que la ciudad sostenga su debida metamorfosis, por mucho que a veces duela, por mucho que a veces la transformación obedezca a criterios más especulativos que racionales. Lo que quizá no era tan necesario, tan imprescindible para el progreso de la ciudad, es la desmemoria absoluta de aquella que fue, el olvido subrayado a conciencia de la ciudad marinera, abierta en su puerto y cerrada en su vega, comercial y poco respetuosa con las formas, marrullera y disfrutona, beata a destiempo y pecadora de serie, flamenca antes que el flamenco, mediterránea hasta las heces, cristiana novísima y aficionada al filo de la navaja que era la Málaga de entonces. Aquella ciudad tuvo su corral de comedias, pero el teatro de verdad se hacía en plena calle, donde cada uno representaba su papel y se mostraba a la vez dispuesto a hacer del contrario. Nada de esto pervive. El espectacular centro de interpretación del barroco que pudo haber sido la casa taller de Pedro de Mena acabó siendo lo que ya sabemos. Que tengamos que consolarnos con la Semana Santa como única experiencia barroca (y ya es mucho decir) a nuestro alcance resulta bastante significativo. La santidad está bien, pero el barroco exige la mojiganga de después. Que nos den morcilla. Lo uno por lo otro.
Y entonces, tras el fogonazo de la exposición del Museo Carmen Thyssen, no deja uno de preguntarse por qué razón ha decidido Málaga desde que se las dio de ilustrada ocultar sus esencias barrocas, delatando una vergüenza que, en gran medida, explica hasta qué punto es la nuestra una ciudad acomplejada. Porque lo cierto es que, ante cualquier posible evocación de aquel tiempo, ya sea a través del arte, las letras, los (pocos) testimonios arquitectónicos supervivientes y el teatro (dado el éxito del ciclo de Clásicos en Verano de la compañía malagueña Pata Teatro, con sus repertorios del Siglo de Oro, ¿por qué no probar con un festival dedicado al género como Dios manda?), son muchos los que se sienten reconfortados, reconocidos, en casa. Y es que, ciertamente, lo que aquel siglo XVII hizo posible permanece intacto en cierto fuero interno: pocas lenguas hablan de nosotros con la verdad de aquella. Luego, claro, uno se atiene a la evidencia de que Málaga nunca se ha llevado bien con su propia historia, lo que al cabo puede considerarse el más barroco de los signos; y, si de jugar en serio se trata, convendría admitir que nuestra identidad urbana ya sólo nos representa a estas alturas como el mayor mercado occidental para las divisiones inmobiliarias de las startups de turno. Total, no me hagan mucho caso. Esto ya son tonterías de viejo. Pero vayan a ver Fieramente humanos al Museo Carmen Thyssen, maldita sea. A ver si alguna luz se cuela por la rendija.
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